El frío se adueñó del cuerpo de Faronte.
Escuchar su nombre, pronunciado por aquella criatura que jamás había visto, el
ronco crujir de la garganta de ese ser, el eco producido por esa especie de
gruñido que surgió de la garganta del que estaba frente a él, le hizo sentir
que sus huesos y nervios quedaran paralizados, como por una droga química que
realiza su función paralizante sin dilación.
“FAROOOOOOOOOOONTEEEEEEEEEEEE”.
Volvió a exclamar el engendro, superponiendo lo que parecía una mano (¿o una
garra?) en el hombro izquierdo del muchacho. Si ese apéndice que descansaba
sobre su hombro hubiera sido una plancha plagada de pinchos metálicos, se
hubiera clavado con toda la seguridad del mundo, puesto que la respuesta ante
una agresión que recibiese había quedado anulada en la sorpresa del sonido que
había escuchado.
“FAROOOOOOOOOOONTEEEEEEEEEEEE”. Una mirada de
aquellos ojos, marrones oscuros, como encendidos en un mar, acompañaban,
brillosos, sorprendidos, al quejido que rompía el silencio del lugar. Esos ojos
contribuyeron de forma especial a la parálisis del chico. Una mirada
penetrante, como si diera la sensación de poder leer lo que tu mente está
intentando encontrar para comprender la situación. Esa mirada, sin duda, era la
más irreal que había vivido Faronte. El cuerpo se le estremeció nuevamente, en
lo que parecía una reacción inconsciente que le avisaba de que estaba vivo, y
no muerto, pese a la apariencia de su inmovilidad.
¿Quién era aquél que conocía su nombre?,
¿también conocía de dónde venía?, ¿por qué conocía su nombre?, ¿cuándo se
habían visto con anterioridad?, ¿por qué Faronte no recordaba nada de él,
siendo tan especial?. Demasiadas incógnitas en tan poco tiempo. Muchas dudas y
una sensación de fracaso personal y de inseguridad extrema para nuestro
aventurero que, lejos de demostrar lo valiente que siempre fue, ahora se veía
acorralado sin saber por qué ni por quién.
“FAROOOOOOOOOOONTEEEEEEEEEEEE”, gruño por
última vez… bajó su brazo posado en el hombro de Faronte y dió media vuelta,
avanzó hacia el cobertizo y obvió los troncos y hacha que estaba utilizando
cuando se produjo el encuentro, al pasar al lado. Cabizbajo, alejándose,
mascullaba algo en voz baja, como un rezo imposible de entender, entre dientes
y nada entendible. Los pasos eran lentos, pero firmes, pesados, pero seguros,
largos y continuados, a velocidad moderada, nada sorprendente. Aunque, eso sí,
según se alejaba aquello, Faronte comenzaba a descubrir que sus piernas se
movían, más bien temblaban, en claro síntoma de que sus nervios estaban
intentando volver a la normalidad. Sintió su cuerpo frío, muy frío, como si la
sangre estuviese helada sin más, y comenzó a parpadear para evitar que sus ojos
se secaran de la impresión que se habían llevado. Escuchó cómo su respiración
se tornaba a la normalidad y hasta tuvo la coordinación de agacharse a por el
hatillo que se le había caído al suelo momentos antes.
La criatura entró en el cobertizo, un ruido
ensordecedor, como de rompimiento contínuo de huesos, se quedó en el aire
procedente del interior de la construcción de madera, una y otra vez, ese
maldito sonido le invadía los oídos cuasi paralizándole de nuevo. Faronte
descubrió por primera vez el pánico, el terror, el miedo insalvable, y no le
había gustado nada la sensación.
Con el pensamiento de cobardía manifiesta
aturdiéndole la mente, Faronte corrió en dirección a la que había traído hacía
unos minutos, bajando suicidamente la colina a trompicones, saltando los
esquejes ramosos con infatigable torpeza e intentando guardar el equilibrio,
cambiando constantemente el hatillo de forma de transporte porque le molestaba
de todas las maneras. La veloz carrera se produjo sin mirar atrás, sin
detenerse a ver si escuchaba algo más, acompañada de la premonición de que los
nervios querían recuperar el tiempo perdido que habían estado inactivo.
El camino que aquella mañana había emprendido
y realizado en una hora y cuarto, había quedado reducido a unos escasos 17
minutos de vuelta. La ilusión con la que lo comenzó, quedó reducida a fracaso.
Faronte estaba entrando, de nuevo, por la única calle del asentamiento del
castillo del Conde de Chimeneas, aliviado en parte, y sin saludar a nadie, se
refugió en su casa, sentado, en un taburete de madera, sobre un rincón, de
espaldas a la pared y mirando la puerta mientras, con la mirada perdida y
sacudiendo el cuerpo hacia delante y atrás, intentaba meditar en medio del
terrible dolor de cabeza qué era lo que había ocurrido hacía veinte minutos.