jueves, 14 de junio de 2012

LA COLINA: LA VIDA YA NO ES LO QUE ERA (capítulo 5)

LA COLINA: La vida ya no es lo que era (Capítulo 5)

Decidió anular de su memoria aquella experiencia que, a buen seguro, si no lo hacía le marcaría en su quehacer cotidiano. Sentado, en su rincón, en el suelo y con las piernas encogidas como si se tratase de un erizo enrollado, su cabeza hervía a temperatura de gripe por la gran actividad eléctrica de sus neuronas que, involuntariamente, se empecinaban en seguir recordando la escena que le acababa de ocurrir.

Quiso pensar que había sido un viaje astral de su alma y prefirió ignorar todo pensamiento al respecto. Esperó a que cayera la noche, se preparó una cena ligera consistente en media hogaza de pan con aceite, y se dispuso a encamarse mientras luchaba con sus recuerdos más cercanos.

El día estaba a punto de comenzar, y todo era como siempre fue. Los jóvenes del poblado del Conde de las Chimeneas estaban saliendo de sus casas, prestos para ir a trabajar, y los ancianos dirigiéndose a las afueras, a su tradicional charla en el círculo de los mayores. Nada era distinto, nada había cambiado, y todo parecía continuar como hacía dos días. Una razón más para continuar con su vida rutinaria, ir al campo a hacer su trabajo y volver a casa para descansar. Mañana sería otro día más como el de hoy, y así hasta el día libre de la semana, el cuál se lo iba a pasar en casa, sin salir, para poner fin de una vez por todas a ese mal encuentro.

Trascurría la semana apaciblemente y comenzaba a ir desterrando de su memoria consciente ese encuentro que le dejó paralizado, mañana sería el día de descanso, y había estado preparando ese día con cautela para mantenerse ocupado, no salir de casa y no pensar en lo sucedido; para ello, no había hecho la cama, ni cambiado sábanas, los platos y vasos de barro usados durante todos los días se amontonaban al lado de la jofaina para su posterior lavado, la ropa, desperdigada por toda la casucha, y ni siquiera había barrido las hojas que se colaban por debajo de la puerta. Todo iba perfecto. Mañana era el día libre, y además, iba a quitar el polvo de los pocos muebles que tenía. Todo sea para olvidar…

Agotado, a la noche llegó a su casa, y se dejó caer en la fase rem del sueño al instante.

Por la mañana, unos golpes le despertaron. Golpes en su puerta, sólo golpes. Su cabeza le indicó que, momentáneamente, no estaba en condiciones de coordinar movimientos, era un contínuo pasaje de imágenes demoledoras de su encuentro con aquél ser. Estaba aturdido, nervioso, confundido y amedrentado hasta límites insospechados. Notó que todo su cuerpo estaba empapado de sudor, mientras los golpes en su puerta continuaban de manera ininterrumpida. Su salud menguaba por segundos con cada golpe en la puerta. No podía razonar.

-           “Quizá el resto del poblado oirá los golpes y vendrá a matar con espadas o azadones a la criatura”, pensó en un último intento de aplacar el ritmo destructivo de su corazón. Su respiración era agitada, prácticamente, no le daba tiempo a espirar cuando ya inspiraba otra vez, se estaba hiperventilando y eso ayudaba a aumentar más aún la situación de nerviosismo y confusión.


-           “¡VETE!!”, gritó con una voz de gorgorito como del que está a punto de morir al caer de un precipicio. Notó su boca y su lengua secas, los ojos llorosos, y pálpitos. Estaba a punto de desvanecerse a causa de la frenética respiración y la rapidez de los latidos de su corazón.

-           “Abre, Faronte”. Gritó uno de los ancianos. “Tenemos que hablar contigo”.

¡Dios mío!, no era aquel ser repugnante, sino el consejo de los mayores. Los ancianos querían hablar con él. Comenzó a relajarse, el sudor se tornó frío, su cabeza recuperó la actividad normal y la respiración volvía a acompasarse a límites normales. Sólo el corazón continuaba agitándose dentro de su pecho, conocedor de que ocultaba un gran secreto.

Faronte les gritó que se estaba vistiendo para ganar tiempo y limpiarse la cara con las sábanas, secar sus manos e intentar cambiar el color de su piel, más blanquecina que de costumbre. Finalmente, haciendo un enorme esfuerzo, se puso en pie y, lentamente, se acercó a la puerta para abrir al respetado Consejo de Mayores; no tenía nada que temer de ellos. Eran humanos, de su pueblo, y lo conocían desde que nació. Además, tenían buena opinión sobre el muchacho, y pensaba aprovechar esa buena fama para tapar, dentro de lo posible, aquello que le amenazaba con desestabilizarle. Abrió la puerta, y les invitó a entrar, ofreció asiento en su silla y su cama, a las que previamente quitó las ropas de encima en un intento vano de mostrar ser ordenado.

El Consejo de Sabios estaba formado por tres ancianos, con pinta todos ellos de ser hombres de sabiduría. Sus melenas blancas y lisas, sus largas barbas, los ojos rodeados de arrugas y la mirada, esa mirada que te hace sentir que saben lo que piensas nunca había aterrado a Faronte hasta éste momento. Se notaba el poder de los tres sobre todos ellos, el conocimiento, la capacidad, la vivencia y la edad les hacían ser respetados y escuchados.

Los tres sabios mayores se sentaron en la cama, y Faronte en la silla, permanecieron mirándose los cuatro durante dos largos minutos que a nuestro desvergonzado héroe venido a menos le parecieron eternos, dándole tiempo a pensar y teorizar sobre el motivo de la visita y recorrer la estancia con la mirada analizando el desorden reinante: hasta pasó vergüenza.

Kronos, Pantre y Riukas (así se llamaban los sabios), por su parte, tan sólo le miraban a él, escudriñándole en su interior, analizando respuestas incontroladas de su cuerpo. Hasta que por fin, Kronos habló:

-           “Faronte, hijo, ¿hay algo que sepas que creas que nosotros no debamos saber?”.

¿Qué clase de pregunta era esa?. ¿Qué sabían los sabios de su día libre anterior?, ¿le habian visto subir a la colina?, ¿alguien les dijo algo?. No podía ser, había tomado muchas precauciones para que nadie le viera. Entonces, ¿por qué, precisamente ese día era cuando los sabios habían ido a su casa y le hacían esa pregunta tan misteriosa?.



-           “No, señor, no hay nada que yo sepa que ustedes ignoren, salvo el desbarajuste que ven en mi choza, y les pido perdón por ello, prometo que a lo largo del día lo ordenaré todo y pondré cada cosa en su sitio”.

Pantre fue mucho más directo: “no nos mientas, Faronte, pues la mentira sólo lleva a más mentiras, y una gran mentira que se alimenta de mentiras destruirá tu credibilidad”

Faronte volvió a quedar perplejo, sus pupilas crecieron exageradamente ante el estupor que le había dejado Pantre. Indudablemente, sabían algo, o igual se lo imaginaban pero no lo sabían y querían sacarle información a base de ponerle nervioso. “No, señor, ya se lo he dicho, que no ha habido nada en éstos días que se haya salido de lo normal en mi trabajo”.

“Eso no es del todo cierto, Faronte, y lo sabes”, increpó Riukas. “Has vivido un momento único que debes explicarnos. No tendrás más oportunidad de explicarte si vuelves a mentir. Ven con nosotros a la explanada del Consejo de los Mayores, allí no tendrás a los curiosos asomados a tu ventana y podrás hablar con más tranquilidad. Sólo queremos ayudarte en lo que te ha pasado, pero necesitamos conocer todos los detalles”.

Faronte se sentía ridículo, pequeño, descubierto; qué sensación más mala la de que te llamen mentiroso los tres Sabios del Consejo de Mayores. Estaba avergonzado en lo más profundo de su alma. Ahora, todo el asentamiento le vería desfilar detrás de los tres sabios camino al Círculo de los Mayores, a las afueras del pueblo.

Llegados al círculo, los tres sabios tomaron su sitio, y dejaron a Faronte en el medio de todos ellos, silenciosos, mirándole acusadoramente, expectantes de qué era lo que ese chico osado tenía que decirles. Se mostraron impacientes hasta el punto que, pasados unos segundos, Pantre, el más hostil de los tres, le increpó: “cuenta que con lo que has hecho, todos tendremos que cambiar de vida. Ahora quiero los detalles.”.

lunes, 28 de mayo de 2012

LA COLINA: EL GATO SALE ESCALDADO (Capítulo 4)



El frío se adueñó del cuerpo de Faronte. Escuchar su nombre, pronunciado por aquella criatura que jamás había visto, el ronco crujir de la garganta de ese ser, el eco producido por esa especie de gruñido que surgió de la garganta del que estaba frente a él, le hizo sentir que sus huesos y nervios quedaran paralizados, como por una droga química que realiza su función paralizante sin dilación.

“FAROOOOOOOOOOONTEEEEEEEEEEEE”. Volvió a exclamar el engendro, superponiendo lo que parecía una mano (¿o una garra?) en el hombro izquierdo del muchacho. Si ese apéndice que descansaba sobre su hombro hubiera sido una plancha plagada de pinchos metálicos, se hubiera clavado con toda la seguridad del mundo, puesto que la respuesta ante una agresión que recibiese había quedado anulada en la sorpresa del sonido que había escuchado.

“FAROOOOOOOOOOONTEEEEEEEEEEEE”. Una mirada de aquellos ojos, marrones oscuros, como encendidos en un mar, acompañaban, brillosos, sorprendidos, al quejido que rompía el silencio del lugar. Esos ojos contribuyeron de forma especial a la parálisis del chico. Una mirada penetrante, como si diera la sensación de poder leer lo que tu mente está intentando encontrar para comprender la situación. Esa mirada, sin duda, era la más irreal que había vivido Faronte. El cuerpo se le estremeció nuevamente, en lo que parecía una reacción inconsciente que le avisaba de que estaba vivo, y no muerto, pese a la apariencia de su inmovilidad.

¿Quién era aquél que conocía su nombre?, ¿también conocía de dónde venía?, ¿por qué conocía su nombre?, ¿cuándo se habían visto con anterioridad?, ¿por qué Faronte no recordaba nada de él, siendo tan especial?. Demasiadas incógnitas en tan poco tiempo. Muchas dudas y una sensación de fracaso personal y de inseguridad extrema para nuestro aventurero que, lejos de demostrar lo valiente que siempre fue, ahora se veía acorralado sin saber por qué ni por quién.

“FAROOOOOOOOOOONTEEEEEEEEEEEE”, gruño por última vez… bajó su brazo posado en el hombro de Faronte y dió media vuelta, avanzó hacia el cobertizo y obvió los troncos y hacha que estaba utilizando cuando se produjo el encuentro, al pasar al lado. Cabizbajo, alejándose, mascullaba algo en voz baja, como un rezo imposible de entender, entre dientes y nada entendible. Los pasos eran lentos, pero firmes, pesados, pero seguros, largos y continuados, a velocidad moderada, nada sorprendente. Aunque, eso sí, según se alejaba aquello, Faronte comenzaba a descubrir que sus piernas se movían, más bien temblaban, en claro síntoma de que sus nervios estaban intentando volver a la normalidad. Sintió su cuerpo frío, muy frío, como si la sangre estuviese helada sin más, y comenzó a parpadear para evitar que sus ojos se secaran de la impresión que se habían llevado. Escuchó cómo su respiración se tornaba a la normalidad y hasta tuvo la coordinación de agacharse a por el hatillo que se le había caído al suelo momentos antes.

La criatura entró en el cobertizo, un ruido ensordecedor, como de rompimiento contínuo de huesos, se quedó en el aire procedente del interior de la construcción de madera, una y otra vez, ese maldito sonido le invadía los oídos cuasi paralizándole de nuevo. Faronte descubrió por primera vez el pánico, el terror, el miedo insalvable, y no le había gustado nada la sensación.

Con el pensamiento de cobardía manifiesta aturdiéndole la mente, Faronte corrió en dirección a la que había traído hacía unos minutos, bajando suicidamente la colina a trompicones, saltando los esquejes ramosos con infatigable torpeza e intentando guardar el equilibrio, cambiando constantemente el hatillo de forma de transporte porque le molestaba de todas las maneras. La veloz carrera se produjo sin mirar atrás, sin detenerse a ver si escuchaba algo más, acompañada de la premonición de que los nervios querían recuperar el tiempo perdido que habían estado inactivo.

El camino que aquella mañana había emprendido y realizado en una hora y cuarto, había quedado reducido a unos escasos 17 minutos de vuelta. La ilusión con la que lo comenzó, quedó reducida a fracaso. Faronte estaba entrando, de nuevo, por la única calle del asentamiento del castillo del Conde de Chimeneas, aliviado en parte, y sin saludar a nadie, se refugió en su casa, sentado, en un taburete de madera, sobre un rincón, de espaldas a la pared y mirando la puerta mientras, con la mirada perdida y sacudiendo el cuerpo hacia delante y atrás, intentaba meditar en medio del terrible dolor de cabeza qué era lo que había ocurrido hacía veinte minutos.